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Saludos cordiales
El saludo forma parte del mobiliario urbano español, sobre todo en los pueblos y ciudades pequeñas como Almería. En lugares como Madrid, Barcelona o Valencia, saludar a alguien por la calle puede ser un acontecimiento, por la casualidad. Y quienes se ven en ese trance suelen pararse a charlar, preguntar por la familia y por aquel verano tan divertido que pasamos en Benidorm, ¿recuerdas, Manolo? Pero en sitios como Almería es raro que no te cruces cada día con personas cercanas.
El saludo tiene su propio manual. Aquí y en Sebastopol. Cuando era pequeño recuerdo que pasé unos días en un pueblo de la Alpujarra granadina donde los vecinos se saludaban con una especie de onomatopeya rústica antes de seguir su camino: ¡iéeee! Ni hola ni adios: ¡Iéeee! Y se quedaban tan anchos. En el Colegio Mayor en donde viví en Madrid, el Antonio de Nebrija, la fórmula era un seco «qué hay» o un «venga» cuando los colegiales nos cruzábamos por los pasillos de los pabellones. Era un saludo cortés, pero con distancia, propio del macho alfa que eras en los últimos años de la adolescencia.
Al terminar la carrera fui a estudiar a una universidad americana, en Mississippi, un lugar donde el saludo a los más íntimos es una especie de abrazo de lado que no llega a ser una circunferencia completa, sino un esguince del gesto, un quiero y no puedo, un sí, pero no. Y si había besos era solo uno. Que en España los demos por duplicado no quiere decir que en el resto del mundo sea igual. Eso sí, en el estado sureño aún quedan las secuelas del racismo del pasado y desgraciadamente los blancos y los negros no se saludan demasiado. De hecho, en el comedor de la universidad unos se sentaban en una sala y otros en otra. Unbelievable, amigos.
Volviendo a Almería, aquí a veces nos saludamos, como diría el humorista local Pepe Céspedes, como con desgana: ¿qué?, dice uno, y el otro contesta: pues ná. Últimamente añadimos: aquí, luchando (por aquello de la crisis). Pero el momento estelar de estos encuentros callejeros es cuando preguntamos -y nos preguntan- casi de forma automática: ¿dónde vas? A mí una vez me lo dijeron y me hice el longuis, porque no quería revelar hacia dónde iba, pero la otra persona, inesperadamente, insistió en su afán inquisitorio y, como me cuesta mentir, tuve que decirlo (supongo que era un sitio confesable, claro). Desde entonces a esta buena mujer la saludo de lejos como en el pueblo de la Alpujarra: ¡¡¡iéee!!! y no me dice ni mú.